Fátima siempre ha tenido un lugar especial en nuestra vida. No solo por la historia de las apariciones a los pastorcillos, sino porque una de esas testigos, Lucía, fue maestra de nuestra abuela y tía abuela.
Nuestra tía abuela, Tita, —que siempre decía con su risa pícara “yo es que además de abuela, soy también tía”—tenía una presencia espiritual inmensa. Trabajadora en una fábrica de boinas, sostén de nuestra familia, mujer de fe profunda y dulzura sobrehumana (seguro que por eso le encantaban los dulces). Rezaba cada día a San Telmo y a la Virgen de Fátima, rodeada de sus imágenes y estampitas.
Tita todo lo solucionaba con rezos, que venía tormenta a rezar, que tenías exámenes a rezar (en mi caso, mucho, mucho rezaba), que alguien había tenido un tropiezo a rezar, que había una tragedia en televisión a rezar, que perdías algo a rezar y casi siempre todo acababa llegando con bondad como aquella vez que perdí un anillo de oro familiar mientras cortaba pan en la cocina del bar de mi padre y después de que le rezara el responso a San Antonio apareció en una panera a un cliente. Era una santa mujer, porque cada vez que pasaba algo todos la llamábamos a ella.
De pequeña fue a las Doroteas, y allí conectó con Sor Lucía, la pastorcita que presenció la aparición de la Virgen de Fatima y que más tarde vivió en esa misma comunidad. Nuestra tía nos contaba historias de ella, de cómo le enseñó a leer, a bordar… Lástima no haber prestado más atención. Pero lo esencial quedó la ternura de Lucía, según ella, buena, sencilla, algo solitaria. Como quien ha visto lo sagrado y lo guarda dentro.
Y aunque hoy no esté con nosotras, sigue siendo guía. Abuela. Tía. Y luz en nuestro camino.
Mónica.